28 de diciembre de 2010

Un descanso del frío en medio del largo invierno

La Navidad.
Qué rollo, qué triste, qué invento. Otro más para perder tiempo y no saber enfrentarse, de nuevo, a las situaciones que no queremos vivir.

Llorar o encerrarse en casa in-justificadamente.
Soñar, declararse al chico que te gustaba desde la secundaria, comer como desaforada, pedir deseos prohibidos, ver la nieve caer y sentir el calor de la estufa al lado.
Imágenes de TV sin sentido, sin sonido, olvido, nostalgia. Lloro por el ayer y por el mañana. Hay recuerdos.
Duele pero sonrío... "Algo nuevo vendrá, no seas tonta, la vida es maravillosa, no estás muerta ni tienes leucemia, ¿qué más necesitas para dejar de lamer heridas curadas?"

Al final, lo mejor de todo, la absoluta felicidad es dejar de pensar, voltear mi cabecita y ver a mi abuela, observar su mundo como si yo fuera un fantasma... Me ha olvidado; ella piensa en su quehacer, mientras absorbe puntadas de pensamientos en el abriguito del bebé que ha nacido meses atrás.  La vida es un rollo patatero pero ella lo lleva bien.
Somos la luna y el sol pero no podemos vivir la una sin la otra. Cuando hablamos nos lleva el demonio... No nos entedemos nada. Yo tengo mil novios en una hora y ella se casó de dieciseis años. ¿Qué le voy a hacer?
A mí me da igual todo y ella se preocupa de que los caracoles entran por debajo de la puerta porque deja las lechugas del huerto en la entrada... y normal, se las comen.
Tampoco quiere consejo de esta niña que ella ve todavía con el vestido negro de flores rojas, correteando por delante de casa, con una de media sonrisa en la cara.

Nunca sabe qué pienso. Yo nunca sé si ella es de verdad o sólo aparenta ser la mejor abuela del mundo.
Creo que rezar por las noches la ayuda mucho a no caerse a ruedos por la montaña. Yo, en cambio, no creo en nada. No creo que ese niño Jesús haya nacido hace tantos años y sigamos celebrando su nacimiento... Yo quiero celebrar el mío, no el de él.
A mí me cuesta más, quizás, caminar por la montaña.

Por lo pronto es Navidad y estoy con la madre de la madre que me dio la vida.
Me siento tranquila con ella. Nos aceptamos en nuestro desacuerdo de la vida y nos tenemos la una a la otra.
Creo que, aunque se haga la tonta mejor que nadie en la familia, es la que más me entiende.
La infusión de antes de ir a dormir, las preguntas misteriosas a media tarde, la brutalidad de sus palabras, la dulzura de sus besos... La complicidad de una milésima de segundo en nuestras miradas.
Es yo pero con más arrugas y unos ojos azules que enamoran hasta a un jugador de pócker con su mejor juego.
Es genial tener una abuela asturiana aunque sea Navidad y mi abuelo esté muerto, o  sin decirlo, nos lo imaginamos las dos, en secreto, sentado en la escalera atándose sus botines para ir al campo, sin prisa, en silencio, con ganas de vivir.
Todo un rollo, todo una montaña de sensaciones reales y profundas que no necesitan más reflexión que el darnos cuenta de que somos pequeños animales, que a la mera hora, sólo necesitamos excusas para abrazarnos y amarnos desde la imcomprensión del ser propio.
Fuera todo lo que no sea eso y galletas napolitanas, y sueños.


Imagen:

Abrigo negro, gorro de vicuña y botas mexicanas colgando del martillo del muelle.
Sentada viendo pasar las olas frías como el tiempo, azules casi negro del Mar Cantábrico.
Brisa blanca, sol amarillo, casi rozando mi cara.
Al otro lado de mi océano mucha gente hace el amor, grita,
abre turrón o cierra la ventana,
o sólo siembra un árbol
o termina un libro.


Seamos más valientes; no esquiven mi sonrisa... y


¿Feliz Navidad?


2 comentarios:

  1. Sólo por este relato vale la pena que sea Navidad.

    Lo siento, no pude contenerme en dejarte el comentario; porque mi abuela era como describes a la tuya y no sólo por unos increíbles ojos azules que también tenía.

    Respecto a la Navidad... con los años ya te irás acostumbrando.

    Feliz 2011

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